lunes, 7 de mayo de 2007

EL PASADO GOLPISTA DE ANDRÉS ALLAMAND

La nueva obra de Andrés Allamand, titulado “El Desalojo”, ha causado enorme interés público. Al respecto, nos parece pertinente reproducir fragmentos sobre la historia del actual senador de RN, publicados en el libro “Los Hijos de Pinochet”, escrito en 1995 por los periodistas Víctor Osorio e Iván Cabezas.

La mañana del 11 de septiembre de 1973, en calle Esmeralda, los empleados de Chile Films se habían atrincherado desde temprano en la empresa, acatando las confusas instrucciones de los partidos de Izquierda y de la Central Única de Trabajadores (CUT) de no moverse de sus lugares de trabajo en caso de golpe de Estado.

Hacía rato, sin embargo, que habían tomado conciencia de que no existía ninguna posibilidad de resistencia en el lugar. No tenían otra opción que la de retirarse. Pero cada vez que intentaban asomarse a la puerta recibían una andanada de disparos de arma corta, provenientes de un edificio ubicado enfrente. Era un angustioso y macabro juego que se prolongó durante horas.

El paso del tiempo, las noticias cada vez más alarmantes y desconsoladoras sobre la evolución del golpe y la proximidad con la Primera Comisaría de Carabineros les hacía temer por su seguridad y libertad. Pero cada nueva tentativa era repelida de inmediato.

Al frente se ubicaba el departamento de soltero del diputado Juan Luis Ossa, presidente de la Juventud Nacional, para quien Chile Films era “un nido de comunistas”.

No estaba solo esa mañana. Junto a él se hallaba un muchacho de larga cabellera y escasos 17 años. Su nombre era Andrés Allamand.

En 1972 estaba claro que era el más destacado cuadro político de los estudiantes medios de la colectividad derechista. Juan Luis Ossa se convenció de que él era el hombre más adecuado para dar la batalla por la Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago (FESES), que era, aparte de la gremialista Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC), la única otra organización estudiantil de importancia controlada por la oposición al Gobierno de Salvador Allende. De hecho, desde el año anterior, la FESES había sido una de las principales trincheras opositoras, sobre todo en la acción directa: lucha callejera, enfrentamientos con el Ministerio de Educación, tomas de liceos.

Andrés Allamand se preparó cuidadosamente para asumir el desafío. Abandonó, sin el conocimiento de sus padres, el aristocrático Colegio Saint George y se matriculó en el cuarto año medio del Liceo Victorino Lastarria de Providencia, un establecimiento fiscal típico de las capas medias.

Una de las primeras personas a las que confió su decisión, aparte de Juan Luis Ossa, fue su mejor amigo, y además compañero de colegio y correligionario de partido, Bernardo Matte Larraín. Matte había ingresado a la Juventud Nacional luego de vivir de cerca las angustias de los empresarios ante las políticas de la Unidad Popular. El Gobierno había insistido en estatizar la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, una empresa ligada íntimamente a su padre, Eleodoro Matte Ossa.

Una de las primeras medidas de Allamand, en su carrera a la FESES, fue dejarse crecer el pelo, antes de ser proclamado candidato de las Juventudes de los Partidos Nacional y Democracia Radical a la presidencia del organismo. La melena no fue del agrado del presidente del PN, Sergio Onofre Jarpa, quien –de todos modos– sentía un particular afecto por la nueva promesa de la derecha.

Durante la campaña, Allamand afirmó su liderazgo en las filas opositoras, destacándose por una dura y vehemente oratoria, y por la radicalidad de sus planteamientos. Sus amigos Bernardo Matte, Roberto Palumbo y Félix Viveros, entre otros, fueron los principales operadores de la campaña, desde las filas de la estructura de estudiantes secundarios de la Juventud Nacional.

El recuento de votos al final de las elecciones estudiantiles terminó con una gresca generalizada y con urnas (y estudiantes) volando por las ventanas del local, ubicado en la calle Fanor Velasco. La FESES se dividió, quedando a un lado los secundarios leales a la UP, presididos por el socialista Camilo Escalona, y por el otro, una FESES opositora, encabezada por el democristiano Miguel Salazar.

De acuerdo a los recuentos opositores, Allamand logró elevar la votación de la derecha de un cuatro a un 24 por ciento en relación a los anteriores comicios. Se hizo así más clara su posición de líder, pasado a ser además una de las escasas figuras juveniles de vuelo nacional que podía exhibir la derecha, aparte de ser, por su escasa edad, un dirigente con amplias proyecciones futuras. Pasó a ser el brazo derecho de Juan Luis Ossa, con el cual afirmó una estrecha amistad.

La radicalización del enfrentamiento político se hacía cada vez más aguda. En las calles, los nacionalistas de Patria y Libertad eran secundados por los combatientes del Comando “Rolando Matus” de la Juventud Nacional. Por todo el país se multiplicaban los atentados dinamiteros, la quema de vehículos de la locomoción colectiva, los ataques a sedes políticas y domicilios de dirigentes políticos, las barricadas, las tomas.

Allamand encarnaba, en esos días, la realidad que vivía la derecha: partidario de la acción directa y del enfrentamiento físico más que de la lucha legal y parlamentaria; partidario del “poder gremial”; convencido de las ideas “nacionalistas”, corporativistas y militaristas que, a esas alturas, habían venido a reemplazar los antiguos paradigmas de la derecha.

Esta experiencia es la que recoge Allamand por escrito en su libro “No Virar Izquierda”, mezcla de novela y testimonio, apología de la lucha violenta e insurreccional que la derecha desarrolló contra Salvador Allende y su Gobierno. Apareció a fines de 1974, cuando Allamand cursaba Derecho en la Universidad de Chile y recién habían cesado de humear las pilas de libros que con tanto entusiasmo los militares quemaban en los días siguientes al golpe.

El texto muestra claros elementos autobiográficos, y aparece como una auténtica radiografía del espíritu de rabiosa violencia que se apoderó de los que luego serían triunfadores en septiembre de 1973.

El libro está encabezado por un “Saludo a Andrés Allamand en el Nacimiento de su Primer Libro”, firmado por Nina Donoso, quien entre otras cosas señalaba: “¡Que triste fue esa guerra, esos mil días negros donde cayó el tambor de la azul cacerola y ustedes, nuestros hijos, se tomaron el cielo como si se tomaran en la calle una rosa! Andrés, fuimos Quijotes de una causa sagrada, luchábamos contra monstruos, disparando palomas”...

“No Virar Izquierda” contiene no pocos ejemplos de la clase de “palomas” que solían disparar los jóvenes opositores en su afán de “tomarse el cielo”.

Así por ejemplo, se describe la participación de los protagonistas en manifestaciones antigubernamentales en el barrio alto de Santiago:

“Partimos corriendo hacia donde estaban armando una barricada. Nos integramos rápidamente al grupo. En un par de minutos las llamas tenían más de dos metros e iluminaban la calle. Las viejas hacían sonar las cacerolas sin parar (...) En eso, un inocente chofer de micro dobló por Los Leones hacia Providencia. Grave error.

“–¡Krumiro, krumiro! –insultaron todos al tiempo que corrían a la micro. Salieron las primeras piedras, que impactaron en las ventanas de los lados. Los pasajeros, adentro, gritaban enloquecidos.

“–¡Al chofer, al chofer! –era la orden (...)

“El Tata apodaban al que mandaba (...) Bruscamente aparecieron unos lolos corriendo. Eran tres. El mayor tendría a lo más unos dieciséis años.

“–Tata –le dijeron anhelantes–, viene un trole en la otra cuadra, ¿lo podemos hacer recagar? –Al Tata se le iluminó la cara.

“Los lolos se taparon la cara con unos pañuelos que en un pasado remoto debían haber sido blancos (...) Partieron embalados. En la carrera se les unieron unos cuantos más (...) Lo primero que hicieron fue colgarse de los cables al trole en marcha. Desconectado, el trole se detuvo (...) Los lolos, sin dar tiempo al chofer ni de que se parara de su asiento, se subieron al vehículo, palo en mano.

“–¡Ya, huevón, te fuiste, partiste! –le gritaron, amenazándolo con los garrotes en alto.

“El chofer puso cara de espanto. Los pasajeros, paralizados, no atinaban a nada que no fuera no moverse... Los lolos demostraban una decisión y una fiereza asombrosas.

“–¿Qué no entendís castellano? ¡Ándate, te dicen! –le gritaron de nuevo mientras lo zamarreaban (...) ¡Apúrate, mierda! Chao, pescao, chao, pescao –y nuevo empujón (...) Una vez que el chofer se hubo bajado, los lolos se dirigieron a la gente, que seguía inmóvil.

“–¡Abajo, abajo, vamos bajando! Si no, quemamos el trole con ustedes adentro –advirtieron.

“Un viejo de anteojos trató de resistirse. Se paró y avanzó hacia los lolos con claras intenciones de agredirlos. Sin inmutarse, el más chico le hizo comerse un tremendo palo en la cabeza, que de pasada le quebró los anteojos. Antes que se repusiera, de dos patadas lo dejaron sentado en la calle (...) Los de afuera... procedieron a quebrar los pocos vidrios que quedaban intactos. Fue suficiente. Los pasajeros empezaron a bajar, empujándose, atropellándose unos con otros. El viejo de los anteojos imploraba, lloroso, que lo dejaran subir a buscar su portafolio...

“Lo cruzaron en la calle (al trole) y trataron de quemarlo. No prendía. ¡Los troles no usan bencina, que es la que se inflama! Hizo su aparición entonces el engendro criollo de ‘Misión Imposible’. Le conectó un suspensor al vehículo, sacó unos cables, arrancó otros, abrió unas tapas, cuidadosamente hizo contacto entre dos polos opuestos y se produjo la explosión. Saltaban millones de chispas, producto del tremendo cortocircuito. El objetivo lo logró sólo a medias...

“El Tata desesperadamente buscaba cómo solucionar el impasse. Se fijó entonces en una vieja parada en la vereda del frente, que observaba detenidamente el proyecto de incendio. Tenía a su lado un bidón azul. El Tata corrió hacia ella (y procedió a robarle la parafina)... Sin detenerse, le sacó la tapa al bidón. Llegó hasta el trole y le vació el contenido equitativamente entre las distintas ruedas. Un segundo más tarde, el trole ardía por los cuatro costados.

“–Nuevamente, muchas gracias, señora. La Patria se lo agradecerá –le dijo, mientras le devolvía el bidón sin una gota del, en esos días, apetecido combustible”.
Estos fragmentos están extractados de las páginas 76 a 83. Más adelante, Allamand caracteriza a estos personajes como “cabros choros, valientes, decididos y que no tenían nada que ver con leseras” (página 87).

También es de antología el pasaje que describe el levantamiento de una barricada en la Plaza Italia, a manos de los estudiantes opositores:

“Cuando llegamos a la esquina, justo nos dieron la luz roja. Nos metimos a la calle velozmente, ante la mirada atónita de los automovilistas. En breves segundos, cada uno botó su neumático al suelo, y los encargados los rociaron con grandes cantidades de parafina... Al solo contacto con las antorchas, la parafina encendía y los neumáticos luego de una violenta llamarada empezaban a quemarse.

“En breves y contados segundos la Alameda era un infierno. Gran cantidad de pequeños volcanes surgían del suelo. Como esperábamos, se levantó un humo espeso y negro (...) El tacto se armaba y crecía a cada minuto. Los autos que subían o bajaban por Alameda sólo veían el tráfico y a lo más una humareda. Cuando los conductores advertían lo que ocurría, recién entonces se les venía a la cabeza girar en U. Ya era tarde: otros autos les habían cerrado el camino. Las bocinas no sonaban de pitear. Uno que otro grito iracundo se dejaba oír... Como al cuarto de hora, con las llamas en su punto más alto, se produjo el primer problema.

“Un camionero, upeliento y krumiro, que estaba en segunda fila y que nos había insultado hasta cansarse, en audaz maniobra se subió a la vereda y se lanzó rajado, para tratar de pasar entre los neumáticos.

“–¡Piedra con él, mierda! –gritó alguien (...)

“Todos corrimos hacia el camión, lanzándole todo lo que tuviéramos a mano. Cuando ya traspasaba el límite, derrotándonos, un lolo corrió frente a él. Blandía un trozo de cañería en la mano (...) Saltó impulsado por un resorte invisible y se colgó del espejo lateral, afirmado en una puerta de la pisadera. Le descargó el fierrazo en medio del parabrisas, destrozándolo (...) La valiente y aguerrida actitud nos encendió el espíritu (...) Ver al camión detenerse fue la expresión cabal de nuestra victoria. El camionero abrió la abollada puerta despacito y se bajó con las manos en alto.

“–No me peguen, por favor –imploraba.

“Lo sacaron de los límites de la barricada entre una ensalada de combos. Su cuerpo se sumergió en una pila de puños que lo golpeaban sin misericordia. El camionero no se defendía, apenas se cubría. A nadie los que le pagaban le importó. Empujamos el camión fuera de la barricada, que fue a estrellarse a un poste, peligrosamente cerca de los automovilistas del frente” (páginas 156–159).

Uno de los ejes principales del libro es la historia de la toma del Liceo Benjamín Vicuña Mackenna (aparentemente el Lastarria) donde estudian los protagonistas:

“La defensa del liceo se basaba en lo que pudieran realizar los miembros del grupo escogido. Eran exactamente doce. Cuatro de ellos armados. Eran los patos malos del liceo. Inefables camorreros. En caso de producirse un intento de retoma, en cada uno de los lugares preestablecidos había un cajón lleno de bombas molotov, preparadas por los químicos del grupo. Eran botellas vineras, las que mejor se quiebran, con bencina, azúcar y aserrín para mantener las llamas. El resto de los tomadores habrían de arreglárselas a peñascazos y hondazos” (página 133).

Un momento realmente espectacular de la novela se produce cuando los estudiantes descubren a un joven infiltrado de la UP:

“Saltamos para atrás levantando las pistolas.

“–¡Muévete y te mato! –lo amenazó Gerardo.

“Retrocedimos lentamente, en el colmo de la excitación, sin quitarle los ojos de encima. Lo observamos con atención. Alto y moreno. De unos 20 años. Vestía blue jeans y una parca negra. Estaba muerto de susto. Algo intentó balbucear.

“–¡No digai ni una huevá! –se le adelantó Gerardo.

“–Yo... no... he hecho nada... nada... –tartamudeó.

“Se ganó el primer coscacho. Se lo pegó Emilio”.

Proceden luego a interrogar al intruso:

“–¡Contesta, mierda! –gritó Gerardo, pegándole con el cañón de su pistola en las costillas. Soltó un grito y se retorció de dolor. Se llevó instintivamente las manos a la parte afectada.

“–¡Las manos a la pared! –gritó Gerardo de nuevo, golpeándole fuertemente los dedos... Bruscamente el intruso se dio vuelta y trató de correr. Estúpido. Iluso. Emilio lo tumbó de una certera zancadilla antes que diera dos pasos.

“Lo patearon de lo lindo.

“–No me peguen, no me peguen. Yo no he hecho nada –rogaba, cubriéndose el rostro. Una cantidad mayor de insultos y amenazas, como asimismo una mayor cantidad de patadas, fue la respuesta. Se puso a llorar. Una precisa patada, donde duele de veras, lo dejó sin respiración. De las mechas lo pararon y lo pusieron nuevamente de cara a la pared.

“–A la otra no la contai –amenazó Gerardo. No bromeaba.

“El intruso prorrumpió en sollozos (...) Las lágrimas le corrían por la cara, que empezaba a hinchársele”.

Pero el martirio no cesa:

“La inmediata golpiza fue macabra. Al poco rato la cara del intruso era una masa informe, llena de sangre, moretones y polvo. Lo golpeaban sin piedad. Con verdadero rencor. Con franco odio. En medio de la paliza saltaba una que otra pregunta... antes que tuviera tiempo para contestar, nuevos golpes lo remecían. Gerardo los paró. Si no, lo mataban.

“–Ta güeno. Ya es suficiente. ¡Empelótenlo y échenlo a la calle!

“Apenas se tenía en pie. Le sacaron la ropa. A tirones. Rajándosela. Daba lástima.

“–Oye –se dirigió a él Gerardo. Estaba de pie, con frío, con vergüenza y los sentidos algo embotados. La cabeza gacha. Tambaleándose.

“–¡Mírame!

“Una patada lo hizo levantar la cabeza. Gerardo sacó la pistola, que con anterioridad había guardado en la funda, y se la pegó a la sien derecha. El intruso casi se cae de miedo.

“–No te mato pa’ que les digai a tus amigos lo que les espera. Si te veo de nuevo, no te perdono. ¿Entendiste? (páginas 176–186).

En otro pasaje, el protagonista dice, refiriéndose a los militantes de la Izquierda: “¡Cómo los odiaba! De haber podido agarrar a uno lo habría pateado hasta no poder mover las piernas y le habría pegado hasta romperme las manos, hasta no poder levantarlas” (página 67).

Frente a los atentados terroristas que se multiplicaban durante el paro de los camioneros, el libro de Allamand dice: “Los atentados eran incontables. Los oleoductos y cañerías volaban en las noches, cortando el combustible a las ciudades, pero incentivando a los fieros camioneros, tonificando el paro” (página 71).

Luego, se describe el aporte de los manifestantes estudiantiles al paro del comercio: “Íbamos cerrando los negocios y quebrando algunos vidrios a quienes no accedían a nuestras caballerosas peticiones” (página 89).

Sobre los incidentes entre propagandistas nocturnos, se cuenta una anécdota sobre un personaje llamado “Grone”, que dispara a un militante de las Brigadas “Ramona Parra” durante un rayado nocturno de los jóvenes opositores: “El negro se detuvo y fríamente le hizo puntería. Le vació la nuez del revólver (un 38, cinco tiros). El otro saltaba y se retorcía en el pavimento” (página 119).

También son muy ilustrativas las reflexiones políticas que aparecen en el libro, las que son absolutamente congruentes con la tesis de “lucha paralela en contra de la UP”, desarrollada por la Juventud Nacional:

“La oposición sigue creyendo que el poder político surge de los votos exclusivamente. Siguen creyendo que el poder político es una resultante de las elecciones, mientras la UP se caga en las elecciones y desarrolla un poder político cada vez más poderoso, expresada en toda (una) cantidad de organizaciones (...) Sin los militares la UP no cae (...) Hay que presionarlos, obligarlos a intervenir. Hacer que se decidan. Si no lo hacen no la contamos. Nos friegan de todos modos”.

Entonces, frente al problema de cómo lograr que los militares se comprometan con el golpe, el libro señala: “Dejando la escoba en todas partes. Provocar crisis y desórdenes. Desatar el caos. No ceder. Oponerse a todo lo que la UP haga con la mayor energía” (páginas 19–23). “(Los militares) actuarán cuando el caos sea total. La toma del liceo es nuestra cooperación al caos” (página 170).

El libro concluye luego de producido el golpe. El protagonista sentencia:

“¡Fin al comunismo! Sería la esperada hora del nacionalismo”.

Cuando fue publicado el libro de Andrés Allamand, estaba vigente con todo su rigor la disposición que prohibía todo lo que pudiera incitar a la violencia o alterar el receso político. Nadie lo acusó de violarlo, a pesar de todas las evidencias.

publicado en Cronica Digital